Podemos estar en 2005 o así. Un tal Bill Foster (inglés por lo que parece), fontanero con suficientes conocimientos de metalistería, funde unos cuantos grifos en desuso y a la cera perdida, en su propia casa, pergeña un aguamanil andalusí. Convence a todos de que ese aguamanil (que parece del siglo XIII) era el que usaba, pongamos, el palanganero de Muhámmad ibn Nasr (emir que inaugura la dinastía nazarí en Granada) para asear a su señor cada mañana y lo vende a una entidad bancaria por 1,2 millones de euros. No mucho después se muere. No sabemos quién ha disfrutado finalmente de la habilidosa industria del fontanero Foster aparte del marchante Tony Amsby que haciendo de intermediario (de buena fe, eso sí) se embolsa la cuarta parte de la cantidad abonada por el banco comprador. Desde luego deseamos que haya quedado un buen pellizco también para los parientes más cercanos. No cabe duda: en 2005 eran otros tiempos, los bancos invertían en arte para aumentar su prestigio y alguna vez se equivocaban; ahora ya ese prestigio no les importa y nunca se equivocan. Siento una confusa admiración hacia el hábil falsificador (quizá por el dominio del oficio que demuestra) pero yo a estas alturas preferiría ser el humilde y discreto intermediario (de buena fe, eso sí, claro).