No se durmió Roth a la hora de escribir, ni a la hora de conseguir que sus obras fueran publicadas. Unos treinta títulos en el momento de su muerte (a sus cuarenta y cinco años) seguramente no es un número fácil de alcanzar. Sabiendo de su vida desordenada, de su afición a la bebida y de su gran habilidad para deshacerse del dinero, solemos repetir sin pensárnoslo dos veces: “sí, escribía una novela cada vez que necesitaba dinero”. Pero sin duda sería más justo y más acertado decir: “cada vez que le llegaba una idea, procuraba aprovecharla para transformarla en un relato”. Y las ideas pueden venir de muchas formas, pueden surgir de lo más profundo de tu alma como una elaborada necesidad interior que necesita imperiosamente respirar aire fresco o, si estás atento, pueden revolotear y salirte al paso como una mariposa en el transcurso de un paseo por el campo. Ambos tipos de motivación debieron mover la pluma de Joseph Roth para que fuese tan prolífica. La idea para la genial novela titulada “La leyenda del santo bebedor” puede que fuera del tipo: “la mariposa pasó cuando yo estaba allí”. Se dice que la idea flotaba por París, que era una leyenda urbana que en los años treinta se escuchaba en las tabernas, que Roth se la oyó contar a Serge Dohrn (joven exiliado, austriaco como él) y que instalado en su mesa habitual del café Tournon, se la hizo repetir varias veces mientras él le iba dictando frases a una mecanógrafa del Neues Tage-Buch (periódico en lengua alemana con el que colaboraba). “Así nació La leyenda del santo bebedor. Yo estaba presente” dice su amigo Morgenstern. La idea del vagabundo alcoholizado al que, deambulando por París, le llega milagrosamente (de forma repetida) un dinero que posteriormente deberá restituir y al que cuando va a cumplir su palabra le aparece siempre un inconveniente que le impide hacerlo y que finalmente muere sin conseguirlo, debió encender de inmediato la bombilla creativa de un Roth que, simpatizando (si no identificándose) con el personaje, y presagiando quizá su cercano final, cierra la novela con un deseo, casi una súplica: “Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”. La novela se publicó poco tiempo después, en 1939, cuando él ya había muerto.