De siempre se ha sabido que para que algo se deslice por su propio pie, el punto de partida ha de estar más alto que el de llegada (por aquello de la gravedad). Completando la idea, los romanos dedujeron, a puro de experiencia, que si querían que el agua de sus canales se deslizara de forma óptima, el canal debía tener una inclinación ni demasiado leve: porque el agua se estancaría o correría demasiado plácida, ni demasiado pronunciada: porque el agua correría demasiado y tendería a desgastar su cauce de forma excesiva. Con una media de 30 o 35 centímetros de inclinación en cada kilómetro de canal la cosa podía funcionar.